lunes, 13 de febrero de 2017

Desencanto



La verja chirrió. Sabía que era él, mi corazón lo latía...
Lo conocí en la peluquería. Era el ayudante de mi peluquero quien ese día no pudo atenderme y me derivó.
Me gustó como masajeaba mi cuero cabelludo y seguí atendiéndome con Juan, ese era su nombre.
Entablamos una relación que se fue profundizando a pesar de ser yo treinta años mayor, podría haber sido su madre.
Nació un ritual que ambos aceptamos sin vacilar. Todas las tardes, una hora antes de ingresar al trabajo, tomábamos el té en casa.
Quince minutos antes de su llegada, ya dejaba la puerta de ingreso sin llave.
Me emocionaba cuando abría la verja con sigilo, me regalaba su radiante sonrisa y me estampaba un beso.
Yo intentaba impresionarlo y enamorarlo y para ello preparaba scones todos los días y le servía el té en un juego de porcelana inglesa que había pertenecido a mi madre.
Como conocía su afición por las flores, cortaba y preparaba un centro de mesa que renovaba a diario.
Él era muy puntual, llegaba siempre a la misma hora.
Ese día corté unas rosas amarillas, las dejé sobre la mesada, puse el agua a calentar y sentí suaves pisadas tras de mí.
Me di vuelta y lo vi parado en el ingreso de la cocina.
Su mirada era diferente a la que yo conocía y me embelesaba.
Sentí una punzada en el pecho y su sonrisa sarcástica quedó flotando en mi mente.
Después, todo se nubló...

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