domingo, 29 de diciembre de 2019

Usurpación


Me levanté con dificultad, apenas podía ponerme de pie. Miré la habitación y la encontré extraña aunque reconocía que era mi dormitorio.
Tras las cortinas de brocato se filtraba un tenue rayo de sol que alumbraba la ropa que yacía sobre la silla.
Me acerqué, la tomé pero no la reconocí como mía, yo nunca había usado esa pollera de cuero ni la blusa con flecos que la acompañaba.
En eso, unas fuertes carcajadas que venían del comedor me sacaron de mi meditación.
Me aproximé a la puerta e intenté abrirla pero estaba con llave y al no verla en la cerradura supuse que alguien la había cerrado por fuera. Lo corroboré cuando espié por el agujero de la misma.
No podía imaginar quién me había confinado a esa habitación ni quién reía con estridencia si yo siempre he vivido sola.
Golpeé, grité pero fue en vano, los ruidos de afuera tapaban todo intento de llamar la atención.
Observé la mesa de luz y vi un vaso con agua a medio tomar y un plato con restos de una papilla seca.
Yo no recordaba haber comido en la habitación, nunca me gustó hacerlo.
Volví a acercarme a la puerta, seguí escuchando ruidos y hasta me pareció sentir olor a comida.
Con lentitud fui hacia la ventana, corrí la cortina y observé al sol por encima del techo del vecino. Su posición me indicaba que era mediodía.
De pronto, la puerta se abrió y apareció una mujer pintarrajeada, con altos tacones que traía en una bandeja un plato con una sopa espesa y un vaso con jugo.
Cuando nos miramos, al unísono gritamos. A ella, del susto se le cayó la bandeja.
Cuando le pregunté quién era me explicó que vivía aquí con su familia y que desde hacía un año me cuidaba.
Como yo no entendía lo que me decía, me contó que yo había tenido un accidente cuando volvía de una excursión en colectivo, que había estado varios meses hospitalizada, que ella me había atendido en el hospital pues trabajaba como enfermera y cuando me diagnosticaron un coma irreversible y propusieron trasladarme a mi hogar, ella se había ofrecido a cuidarme. Así, mudó a su familia a mi casa que ahora consideraba suya con el compromiso de atenderme hasta mi último aliento.
Mi despertar le generó incertidumbre al principio pero inmediatamente se repuso, me ayudó a volver a la cama y llamó a toda su familia para presentármela.
Yo no podía salir de mi estupor.
La pieza se llenó de gente que tocaban todo, una hija adolescente tomó las prendas de la silla y gritó: “por fin las encontré, las creía perdidas” y salió corriendo. Mientras tanto, una mujer de edad que se presentó como madre de Matilda, la enfermera, me indicó que a partir de ahora quedaba bajo sus órdenes y debía hacer lo que me indicara. - A no dar trabajo viejita– y me dio una palmada en el hombro que sentí como un latigazo.
Ese día no me moví de la cama, no tenía ni fuerzas ni ganas. Una desazón me había embargado y no dejaba de pensar cómo superar esta situación.
Sabía que no tenía a quien recurrir, siempre fui persona muy solitaria, sin familia ni amigos.
Traté de adaptarme a mi nueva vida pero era un imposible.
Cuando empecé a recorrer la vivienda me di cuenta que habían sido trastocados todos los rincones, la habitación de huépedes se había convertido en el dormitorio de Matilda y su madre y en el living dormía en un sofacama Aurelia, la adolescente; la pieza de servicio tenía unas cuchetas donde dormían los dos niños barulleros.
La mesa redonda del comedor había sido reemplazada por una rectangular larga y a mis sillas se habían sumado unas viejas de esterilla.
Había collillas en ceniceros por toda la casa y el olor de cigarrillo barato lo invadía todo.
Me implantaron una rutina muy ajena a la mía y me tuve que acostumbrar a vivir en un desorden contínuo, con ropa tirada por todos lados, el baño invadido por cosméticos, toallas y toallones percudidos y con el sonido de la televisión que estaba encendida todo el tiempo hasta altas horas de la noche.
Un día me animé y me les planté. Les dije que ya me sentía totalmente recuperada, que agradecía todo lo que habían hecho por mí pero que ya podía volver a vivir sola.
Me miraron y empezaron a reír con todas sus fuerzas. A continuación Matilda me dijo:
-De ninguna manera pensamos abandonar este lugar, levantamos nuestra casa para venir a atenderte y ahora no tenemos dónde ir. Tendremos que vivir todos juntos, total, espacio sobra.-
Tras escuchar esas palabras, el odio fue cubriendo mis sentidos y decidí, desde ese momento, empezar a pergeñar un plan para sacármelos de encima.
Como había recobrado todas mis fuerzas empecé a salir, caminar primero por los alrededores de la casa, después, a alejarme un poquito más.
La vivienda estaba ubicada al comienzo de una zona rural, entre el pueblo y el campo por lo que no podía andar mucho a pie. Recordé que a quinientos metros estaba el criadero de pollos de don Urquía, lugar que yo detestaba pues olía a excremento y siempre estaba lleno de moscas.
Justamente, mi casa tenía mosquiteros en cuanta abertura había para evitar que estas ingresaran.
Ese mañana tomé coraje y me fui caminando muy lentamente hasta la granja. Me recibió doña Genoveva, la esposa de Don Urquía, una de las pocas personas que me tenían simpatía.
Le sorprendió verme y le divirtió la cara de espanto cuando la observé sentada en medio de una nube de moscas. La visión era apocalíptica.
Me contó que el intendente del pueblo los había intimidado pues los lugareños se quejaron por la invasión y los había amenazado con clausurarles el criadero. Ella no quería desinfectar pues temía intoxicar las aves. Inmediatamente una chispa esperanzadora me iluminó.
Le relaté la ocupación de mi hogar y la idea que me había surgido y que beneficiaría a ambas. Al principio ella no estuvo muy de acuerdo pero cuando vio mi desesperación por recuperar mi vivienda y con ella mi propia vida, decidió colaborar.
Esperé pacientemente el día elegido para el plan. Era el cumpleaños de Matilda y habían decidido festejarlo donde unos familiares en una ciudad vecina. Partirían por veinticuatro horas pues habían comprobado que yo no necesitaba asistencia y que nada podía hacer pues no me animaba a alejarme de la casa.
En cuanto los intrusos se fueron, Genoveva mandó al peón a casa quien con solicitud empezó a retirar los mosquiteros de cada abertura. El día pintaba caluroso y era necesario actuar de prisa para poder cumplir con el plan.
Mientras tanto, yo embadurnaba con mermelada camas, sillones, sillas, mesa, utensillos de cocina y todo lo que se me pasara delante de mis ojos.
Al poco tiempo, sentí un zumbido enloquecedor y vi avanzar la nube de moscas que era de tal magnitud que tapaba el sol.
Yo me había puesto un vestido largo, me había enguantado y con un sombrero y una mantilla había cubierto cabeza y rostro.
Salí entre el enjambre y me dirigí a la granja. Genoveva no podía creer que en tan poco tiempo hubieran desaparecido los insectos. Si hasta se veía la casa iluminada. Me ofreció alojamiento y nos pusimos a esperar.
Al día siguiente, nos ocultamos entre los arbustos del jardín de mi vivienda y le dimos tiempo al tiempo. El grito de los intrusos irrumpió la tarde, la invasión había dado su fruto. Las moscas no perdonaron bocas ni orificios nasales, hasta los ojos habían sido atacados.
La policía retiró los cuerpos asfixiados mientras de las bocas inertes salían a borbotones moscas; Genoveva me envió la empresa de desinfecciones que de manera ecológica le había limpiado la zona del gallinero y lo haría ahora en mi casa.
Dicen que un enjambre se asocia con un maleficio y brujería, a mí, me devolvió la vida.