Me acerqué a la cabaña en
ruinas y me volvió la náusea, esa sensación que me había
acompañado tanto tiempo y que superé cuando partí al exterior.
Y ahora, al observar la puerta
astillada, el techo con tejas rotas y la persiana colgando comprendí
que el mismo despojo sufrió mi alma esos desventurados años.
A los seis, perdí a mi madre y
mi padre decidió dejarme al cuidado de mi madrina. Él era marino y
permanecía más tiempo en el mar que en tierra, no podía hacerse
cargo de una niña.
Mi madrina siempre había sentido
celos de mi madre y tenerme a su cargo era como haber conseguido un
trofeo.
En mi adolescencia descubriría
que en realidad ella había estado enamorada de mi padre. Se
regodeaba de esta herencia, o sea, conmigo, y me exhibía como una
presa de caza.
La gente alababa su espíritu
caritativo pero puertas adentro la situación difería bastante de lo
que veían los demás.
Era muy rigurosa, me obligaba a
tender mi cama y a lavar los platos; a medida que me fui haciendo más
grande, mayores fueron mis responsabilidades.
No tenía amigas, ella no lo
permitía y el único contacto con otras personas eran las horas que
pasaba en la escuela a la que ella me destinó.
Atrás habían quedado mis amigas
de infancia, mis compañeros del jardín, mis vecinas con las que
correteábamos las siestas estivales.
Llegaba a la cama extenuada, sin
el beso de las buenas noches al que me había acostumbrado mi madre y
entonces, aparecía ella, la náusea.
Hacía arcadas hasta que dolía
la garganta, el pecho y también la panza.
Me ahogaba y me agitaba y mi
desesperación se desvanecía en la mirada fija del gato acurrucado
en el extremo de mi habitación.
Mi madrina me oía pero no acudía
a socorrerme, todo lo contrario, si hasta me parecía que disfrutaba
escuchándome.
A veces, con sollozos invocaba a
mi madre y desde la otra habitación una voz de trueno me gritaba: —
¡calla ya, niña!— .
Las visitas esporádicas de mi
padre eran breves y no daba tiempo para comprender lo que me pasaba.
Y así crecí, entre vómitos y
llanto, entre la soledad y el abandono.
Llegué a la adolescencia, sin
alegría, plena de rencor, vomitando rabia.
Conocí a Julio en el cumpleaños
de una compañera. Mi madrina me dejó concurrir porque era la hija
de su íntima amiga.
Yo estaba retraída, mirando
pasar las horas detrás de la ventana y una voz gruesa me preguntó:
— ¿qué piensa la princesa?— .
Me sobresalté y empecé a hacer
arcadas, pero él, en lugar de amilanarse, me alcanzó agua y me
instó a beberla mientras sostenía con mano firme mi brazo.
Después, me tomó de la mano y
me invitó a caminar por el jardín.
Allí, una vorágine de palabras
brotaron de mi boca y en una hora que fue eterna volqué la historia
de mi existencia.
Simuló no conmoverse pero me
empezó a esperar a la salida de la escuela. Su presencia cotidana me
fue dando mayor confianza.
Culminé el bachillerato y por
cierto invité a Julio a mi fiesta de egresados. Mi madrina se opuso
pero ya lo había hecho y él había aceptado.
Esa noche, no me destaqué por mi
vestimenta, se diría que era la más pobretona de la fiesta, pero
irradiaba una luz especial que me nacía de contar con la presencia
de mi padre y de Julio.
Cuando se inició el baile, los
adultos se retiraron y allí pude dar rienda suelta a mi alegría
tras el largo período de opresión y sometimiento pero aún
desconocía el regalo que me esperaba al final de la velada. Julio
había ganado una beca para continuar sus estudios de postgrado en
Francia y había sacado pasaje para que lo acompañara.
No lo pensé dos veces...
Cuando me avisaron de la
inundación y me mencionaron a mi madrina entre las víctimas
fatales, decidí regresar para sepultar junto a ella, de manera
definitiva, esa etapa oscura de mi vida y la náusea de mi garganta.
No escapás a los tormentos, jajajaja. Menos mal que la protagonista tuvo un final feliz. Te quiero, abrazo enorme
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