lunes, 3 de septiembre de 2018

La Náusea



Me acerqué a la cabaña en ruinas y me volvió la náusea, esa sensación que me había acompañado tanto tiempo y que superé cuando partí al exterior.
Y ahora, al observar la puerta astillada, el techo con tejas rotas y la persiana colgando comprendí que el mismo despojo sufrió mi alma esos desventurados años.
A los seis, perdí a mi madre y mi padre decidió dejarme al cuidado de mi madrina. Él era marino y permanecía más tiempo en el mar que en tierra, no podía hacerse cargo de una niña.
Mi madrina siempre había sentido celos de mi madre y tenerme a su cargo era como haber conseguido un trofeo.
En mi adolescencia descubriría que en realidad ella había estado enamorada de mi padre. Se regodeaba de esta herencia, o sea, conmigo, y me exhibía como una presa de caza.
La gente alababa su espíritu caritativo pero puertas adentro la situación difería bastante de lo que veían los demás.
Era muy rigurosa, me obligaba a tender mi cama y a lavar los platos; a medida que me fui haciendo más grande, mayores fueron mis responsabilidades.
No tenía amigas, ella no lo permitía y el único contacto con otras personas eran las horas que pasaba en la escuela a la que ella me destinó.
Atrás habían quedado mis amigas de infancia, mis compañeros del jardín, mis vecinas con las que correteábamos las siestas estivales.
Llegaba a la cama extenuada, sin el beso de las buenas noches al que me había acostumbrado mi madre y entonces, aparecía ella, la náusea.
Hacía arcadas hasta que dolía la garganta, el pecho y también la panza.
Me ahogaba y me agitaba y mi desesperación se desvanecía en la mirada fija del gato acurrucado en el extremo de mi habitación.
Mi madrina me oía pero no acudía a socorrerme, todo lo contrario, si hasta me parecía que disfrutaba escuchándome.
A veces, con sollozos invocaba a mi madre y desde la otra habitación una voz de trueno me gritaba: — ¡calla ya, niña!— .
Las visitas esporádicas de mi padre eran breves y no daba tiempo para comprender lo que me pasaba.
Y así crecí, entre vómitos y llanto, entre la soledad y el abandono.
Llegué a la adolescencia, sin alegría, plena de rencor, vomitando rabia.
Conocí a Julio en el cumpleaños de una compañera. Mi madrina me dejó concurrir porque era la hija de su íntima amiga.
Yo estaba retraída, mirando pasar las horas detrás de la ventana y una voz gruesa me preguntó: — ¿qué piensa la princesa?— .
Me sobresalté y empecé a hacer arcadas, pero él, en lugar de amilanarse, me alcanzó agua y me instó a beberla mientras sostenía con mano firme mi brazo.
Después, me tomó de la mano y me invitó a caminar por el jardín.
Allí, una vorágine de palabras brotaron de mi boca y en una hora que fue eterna volqué la historia de mi existencia.
Simuló no conmoverse pero me empezó a esperar a la salida de la escuela. Su presencia cotidana me fue dando mayor confianza.
Culminé el bachillerato y por cierto invité a Julio a mi fiesta de egresados. Mi madrina se opuso pero ya lo había hecho y él había aceptado.
Esa noche, no me destaqué por mi vestimenta, se diría que era la más pobretona de la fiesta, pero irradiaba una luz especial que me nacía de contar con la presencia de mi padre y de Julio.
Cuando se inició el baile, los adultos se retiraron y allí pude dar rienda suelta a mi alegría tras el largo período de opresión y sometimiento pero aún desconocía el regalo que me esperaba al final de la velada. Julio había ganado una beca para continuar sus estudios de postgrado en Francia y había sacado pasaje para que lo acompañara.
No lo pensé dos veces...
Cuando me avisaron de la inundación y me mencionaron a mi madrina entre las víctimas fatales, decidí regresar para sepultar junto a ella, de manera definitiva, esa etapa oscura de mi vida y la náusea de mi garganta.


1 comentario:

  1. No escapás a los tormentos, jajajaja. Menos mal que la protagonista tuvo un final feliz. Te quiero, abrazo enorme

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