sábado, 2 de diciembre de 2017

Octavo día



Esta semana el almanaque me obsequió una sorpresa: tenía un día más. Es un fenónemo que se da cada cien años, según me pude informar.
Lo primero que observé es que no tenía nombre por lo que me aboqué anominarlo y qué mejor apelativo que “Dueño”.
—¿Por qué ese nombre?—; muy simple, porque ese día seria entero para mí, o sea, me convertiría en mi propio dueño: dueño de dormir, de cantar, de caminar, de escribir, de reírme hasta sentir dolor de panza.. —Yo, mi dueño.—
Y así amanecí, radiante de felicidad.
 Elegí vestirme de manera informal pero excéntrica, unas bermudas floreadas, una remera a rayas y por supuesto, corbata para recordar que no todos los días serían tan plenos como éste.
 Un hecho fortuito me lo arruinó: un ejército de ratones enguantados rodeó a mi gato que acosado
empezó a maullar.
Resignado, me propuse erradicar la plaga, corrí a la heladera, saqué queso, distribuí trocitos en un plato y cuando los vi atraídos, me tragué la repulsión, les acerqué la trampera y empecé a actuar.
Superado este escollo, sentí a mi gato nuevamente gritar despavorido. Dirigí la mirada hacia donde provenían los maullidos y lo vi subido en la parte más alta de un algarrobo.
Debí armar la escalera y amarrarla al tronco del árbol para evitar que resbalara.
Así, subí con temor pues sufro de vértigo y logré bajarlo; para evitar más inconvenientes lo encerré en el baño.
Se preguntarán qué hice con los guantes de los ratones: armé un cuadro con un collage y lo colgué sobre mi cama para recordar el día que mi gato se convirtió en mi dueño.
Ya empezó a anochecer. Comprendí, apenado, que debería esperar un siglo para reencontrarme con el dia “Dueño”.

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