Riña de gallos
Deolinda ya se lo había recriminado, — no son prácticas legales, — le había dicho, pero él insistía en su idea.
Es que Raimundo se había burlado de él en muchas oportunidades y en el pueblo hacía alarde de tener el mejor gallo de riña de la localidad. Siempre lo dejaba maltrecho al Pinto, gallo de Estanislao y Raimundo lo gastaba a su compadre refiriéndose a las palizas que le había dado el Cresta. Estanislao tragaba saliva y se juraba mostrar a todos quién era su Pinto, gallo peleador, si lo había y temerario.
El alcalde había prohibido las riñas, pero allá en el fondo, en los confines de la localidad Anselmo había armado una arena detrás del galpón y había disimulado el lugar con un perímetro de alambre cubierto por una media sombra bien gruesa.
El alcalde lo sabía, cómo no, si todos los parroquianos lo proclamaban a plena voz y se vestían de fiesta el día de la contienda, pero en el fondo el prefecto los dejaba hacer, si hasta su padre había tenido un gallo campeón.
La próxima riña tendría un tinte especial, Estanislao había jurado que su Pinto mataría a Cresta y sería coronado el mejor.
Muchos le creyeron y apostaron más de lo que habían hecho en otras oportunidades.
— Si vamos a jugar sucio, — le dijo Estanislao a su mujer, — lo haremos con propiedad.
Deolinda no entendió el mensaje, pero su corazón le dictó que algo negro se avecinaba.
Le pidió calma a Estanislao, pero en la forma cómo lo vio beber, sus ojos inyectados en sangre y la baba que le corría por el costado de su boca, supo que la tormenta estaba muy cerca.
A ella no le gustaba asistir a esos espectáculos, le parecían grotescos; además no era bien visto por los parroquianos la presencia de mujeres, pero al observar tan fuera de sí a su marido, decidió acompañarlo.
Se dirigió al dormitorio para vestirse y cuando salió se encontró con que éste, ya había partido.
Le llamó la atención un cajón del mueble de la cocina a medio cerrar, lo abrió y observó que faltaba el cuchillo de filetear carne, tan, tan, su corazón dictó alarma.
Rápidamente salió y casi al trote se dirigió donde Anselmo, a su lado pasaban los paisanos, a caballo unos, en bicicleta otros, caminando y riendo unos cuantos.
Mientras acortaba distancia, sintió la sirena de la policía cada vez más cerca, cada vez más estridente. Tan, tan, volvió a golpear su corazón.
En eso, una ambulancia pasó levantando una polvareda, tan, tan, tan, tan.
Cuando llegó, se hizo paso entre la muchedumbre, atravesó como pudo el galpón y el cuadro que se presentó ante sus ojos, fue apabullante, ahí, tirado sobre la arena estaba Estanislao bañado en sangre; a su lado yacía el Pinto, también muerto con la cuchilla atada a sus patas. Los gritos de Deolinda invadieron el lugar, después se le nubló la vista y perdió el conocimiento.
Se despertó en el hospital de pueblo. Allí, Ramona, su vecina le contó lo que se rumoreaba, que Estanislao había concurrido a la riña dispuesto a darle muerte al Cresta, para ello le había atado la cuchilla a las patas del Pinto y en un descuido el animal se movió inquieto y le abrió el abdomen con la cuchilla.
Tan, tan, tan, volvió a percutir el corazón de la Deolinda y se volvió a desmayar.
Por algo dicen eso de que quien mal anda mal acaba, ¿no?
ResponderEliminarMe recordó a "El romance de Aniceto y la Francisca".
Saludos,
J.