Me levanté con dificultad, apenas podÃa ponerme de pie. Miré la
habitación y la encontré extraña aunque reconocÃa que era mi
dormitorio.
Tras las cortinas de brocato se filtraba un tenue rayo de sol que
alumbraba la ropa que yacÃa sobre la silla.
Me acerqué, la tomé pero no la reconocà como mÃa, yo nunca habÃa
usado esa pollera de cuero ni la blusa con flecos que la acompañaba.
En eso, unas fuertes carcajadas que venÃan del comedor me sacaron de
mi meditación.
Me aproximé a la puerta e intenté abrirla pero estaba con llave y
al no verla en la cerradura supuse que alguien la habÃa cerrado por
fuera. Lo corroboré cuando espié por el agujero de la misma.
No podÃa imaginar quién me habÃa confinado a esa habitación ni
quién reÃa con estridencia si yo siempre he vivido sola.
Golpeé, grité pero fue en vano, los ruidos de afuera tapaban todo
intento de llamar la atención.
Observé la mesa de luz y vi un vaso con agua a medio tomar y un
plato con restos de una papilla seca.
Yo no recordaba haber comido en la habitación, nunca me gustó
hacerlo.
Volvà a acercarme a la puerta, seguà escuchando ruidos y hasta me
pareció sentir olor a comida.
Con lentitud fui hacia la ventana, corrà la cortina y observé al
sol por encima del techo del vecino. Su posición me indicaba que era
mediodÃa.
De pronto, la puerta se abrió y apareció una mujer pintarrajeada,
con altos tacones que traÃa en una bandeja un plato con una sopa
espesa y un vaso con jugo.
Cuando nos miramos, al unÃsono gritamos. A ella, del susto se le
cayó la bandeja.
Cuando le pregunté quién era me explicó que vivÃa aquà con su
familia y que desde hacÃa un año me cuidaba.
Como yo no entendÃa lo que me decÃa, me contó que yo habÃa tenido
un accidente cuando volvÃa de una excursión en colectivo, que habÃa
estado varios meses hospitalizada, que ella me habÃa atendido en el
hospital pues trabajaba como enfermera y cuando me diagnosticaron un
coma irreversible y propusieron trasladarme a mi hogar, ella se habÃa
ofrecido a cuidarme. AsÃ, mudó a su familia a mi casa que ahora
consideraba suya con el compromiso de atenderme hasta mi último
aliento.
Mi despertar le generó incertidumbre al principio pero
inmediatamente se repuso, me ayudó a volver a la cama y llamó a
toda su familia para presentármela.
Yo no podÃa salir de mi estupor.
La pieza se llenó de gente que tocaban todo, una hija adolescente
tomó las prendas de la silla y gritó: “por fin las encontré, las
creÃa perdidas” y salió corriendo. Mientras tanto, una mujer de
edad que se presentó como madre de Matilda, la enfermera, me indicó
que a partir de ahora quedaba bajo sus órdenes y debÃa hacer lo que
me indicara. - A no dar trabajo viejita– y me dio una palmada en el
hombro que sentà como un latigazo.
Ese dÃa no me movà de la cama, no tenÃa ni fuerzas ni ganas. Una
desazón me habÃa embargado y no dejaba de pensar cómo superar esta
situación.
SabÃa que no tenÃa a quien recurrir, siempre fui persona muy
solitaria, sin familia ni amigos.
Traté de adaptarme a mi nueva vida pero era un imposible.
Cuando empecé a recorrer la vivienda me di cuenta que habÃan sido
trastocados todos los rincones, la habitación de huépedes se habÃa
convertido en el dormitorio de Matilda y su madre y en el living
dormÃa en un sofacama Aurelia, la adolescente; la pieza de servicio
tenÃa unas cuchetas donde dormÃan los dos niños barulleros.
La mesa redonda del comedor habÃa sido reemplazada por una
rectangular larga y a mis sillas se habÃan sumado unas viejas de
esterilla.
HabÃa collillas en ceniceros por toda la casa y el olor de
cigarrillo barato lo invadÃa todo.
Me implantaron una rutina muy ajena a la mÃa y me tuve que
acostumbrar a vivir en un desorden contÃnuo, con ropa tirada por
todos lados, el baño invadido por cosméticos, toallas y toallones
percudidos y con el sonido de la televisión que estaba encendida
todo el tiempo hasta altas horas de la noche.
Un dÃa me animé y me les planté. Les dije que ya me sentÃa
totalmente recuperada, que agradecÃa todo lo que habÃan hecho por
mà pero que ya podÃa volver a vivir sola.
Me miraron y empezaron a reÃr con todas sus fuerzas. A continuación
Matilda me dijo:
-De ninguna manera pensamos abandonar este lugar, levantamos nuestra
casa para venir a atenderte y ahora no tenemos dónde ir. Tendremos
que vivir todos juntos, total, espacio sobra.-
Tras escuchar esas palabras, el odio fue cubriendo mis sentidos y
decidÃ, desde ese momento, empezar a pergeñar un plan para
sacármelos de encima.
Como habÃa recobrado todas mis fuerzas empecé a salir, caminar
primero por los alrededores de la casa, después, a alejarme un
poquito más.
La vivienda estaba ubicada al comienzo de una zona rural, entre el
pueblo y el campo por lo que no podÃa andar mucho a pie. Recordé
que a quinientos metros estaba el criadero de pollos de don UrquÃa,
lugar que yo detestaba pues olÃa a excremento y siempre estaba lleno
de moscas.
Justamente, mi casa tenÃa mosquiteros en cuanta abertura habÃa para
evitar que estas ingresaran.
Ese mañana tomé coraje y me fui caminando muy lentamente hasta la
granja. Me recibió doña Genoveva, la esposa de Don UrquÃa, una de
las pocas personas que me tenÃan simpatÃa.
Le sorprendió verme y le divirtió la cara de espanto cuando la
observé sentada en medio de una nube de moscas. La visión era
apocalÃptica.
Me contó que el intendente del pueblo los habÃa intimidado pues los
lugareños se quejaron por la invasión y los habÃa amenazado con
clausurarles el criadero. Ella no querÃa desinfectar pues temÃa
intoxicar las aves. Inmediatamente una chispa esperanzadora me
iluminó.
Le relaté la ocupación de mi hogar y la idea que me habÃa surgido
y que beneficiarÃa a ambas. Al principio ella no estuvo muy de
acuerdo pero cuando vio mi desesperación por recuperar mi vivienda y
con ella mi propia vida, decidió colaborar.
Esperé pacientemente el dÃa elegido para el plan. Era el cumpleaños
de Matilda y habÃan decidido festejarlo donde unos familiares en una
ciudad vecina. PartirÃan por veinticuatro horas pues habÃan
comprobado que yo no necesitaba asistencia y que nada podÃa hacer
pues no me animaba a alejarme de la casa.
En cuanto los intrusos se fueron, Genoveva mandó al peón a casa
quien con solicitud empezó a retirar los mosquiteros de cada
abertura. El dÃa pintaba caluroso y era necesario actuar de prisa
para poder cumplir con el plan.
Mientras tanto, yo embadurnaba con mermelada camas, sillones, sillas,
mesa, utensillos de cocina y todo lo que se me pasara delante de mis
ojos.
Al poco tiempo, sentà un zumbido enloquecedor y vi avanzar la nube
de moscas que era de tal magnitud que tapaba el sol.
Yo me habÃa puesto un vestido largo, me habÃa enguantado y con un
sombrero y una mantilla habÃa cubierto cabeza y rostro.
Salà entre el enjambre y me dirigà a la granja. Genoveva no podÃa
creer que en tan poco tiempo hubieran desaparecido los insectos. Si
hasta se veÃa la casa iluminada. Me ofreció alojamiento y nos
pusimos a esperar.
Al dÃa siguiente, nos ocultamos entre los arbustos del jardÃn de mi
vivienda y le dimos tiempo al tiempo. El grito de los intrusos
irrumpió la tarde, la invasión habÃa dado su fruto. Las moscas no
perdonaron bocas ni orificios nasales, hasta los ojos habÃan sido
atacados.
La policÃa retiró los cuerpos asfixiados mientras de las bocas
inertes salÃan a borbotones moscas; Genoveva me envió la empresa de
desinfecciones que de manera ecológica le habÃa limpiado la zona
del gallinero y lo harÃa ahora en mi casa.
Dicen que un enjambre se asocia con un maleficio y brujerÃa, a mÃ,
me devolvió la vida.
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