martes, 18 de junio de 2019

La niña del chaleco adosado




Mariela consideraba a su hija suya, sólo suya y estaba dispuesta a moldearla a su imagen y semejanza. Como ella no había tenido oportunidad de estudiar, no la envió al colegio, como no tenía familia, desde pequeña se había criado en un orfanato, no le dio oportunidad de tener una.
A los cuatro años, ella solía adosarle a su pequeña Candela chalecos con bengalas que debía ingresar a las canchas de fútbol, lugares donde estaban prohibidas, pues sabía que nadie revisaría a una niña tan pequeña, de mejillas paspadas y largo cabello negro enredado sobre sus hombros; esa era su changa, le pagaban por esto; a los seis el chaleco contenía sobrecitos con cocaína, con esto logró incrementar sus ingresos. De esta manera, Mariela podía mantener a la niña y vivir sin grandes aspiraciones pero sin entrar en la indigencia.
Candela creció sin límites, sin educación, sin afectos. De un día para otro su madre desapareció y nunca más la volvió a ver. Algunos comentaban que estaba presa, otros que se había marchado con un rufián que no le permitió llevar a la niña. Ella fue acogida por unos vecinos que ocupaban un conventillo y eran anarquistas. Unos años más tarde, allí conoció al amor de su vida, diez años mayor que ella quien la invitó a recorrer el mundo. En ese derrotero llegaron a una aldea de Siria donde Paco, su novio, tenía su grupo de referencia, sus amigos de las redes, como él los llamaba.
Candela se obnubiló con los nuevos camaradas, no le importó que éstos la relegaran a un segundo plano, que la colocaran en una posición servil, le impresionaba lo agerridos que eran, lo provocadores, lo dispuestos que estaban a a dar la vida por su causa. Un día, la invitaron a participar y ella aceptó agradecida y orgullosa. Hasta le dieron una misión: debía viajar a Francia, París y visitar el mercado de Navidad. La propuesta le fascinó. En la ciudad gala se encontró con unos integrantes de este grupo que la estaban aguardando. El día previsto para llevar a cabo el encargo, le pusieron un chaleco lleno de explosivos. Con ternura Candela recordó a su madre muerta y sus chalecos que contribuían a brindar alegría, ella era justamente eso, una traficante de alegría. La vida le daba la oportunidad de volver a serlo. Se dirigió a la meta fijada y cumplió la orden como lo había hecho siempre.
Los medios narraron su muerte y se refirieron a ella como “La chica del chaleco adosado”

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