La
verja chirrió. Sabía que era él, mi corazón lo latía...
Lo conocí en la
peluquería. Era el ayudante de mi peluquero quien ese día no pudo
atenderme y me derivó.
Me gustó como
masajeaba mi cuero cabelludo y seguí atendiéndome con Juan, ese era
su nombre.
Entablamos una
relación que se fue profundizando a pesar de ser yo treinta años
mayor, podría haber sido su madre.
Nació un ritual que
ambos aceptamos sin vacilar. Todas las tardes, una hora antes de
ingresar al trabajo, tomábamos el té en casa.
Quince minutos antes
de su llegada, ya dejaba la puerta de ingreso sin llave.
Me emocionaba cuando
abría la verja con sigilo, me regalaba su radiante sonrisa y me
estampaba un beso.
Yo intentaba
impresionarlo y enamorarlo y para ello preparaba scones todos los
días y le servía el té en un juego de porcelana inglesa que había
pertenecido a mi madre.
Como conocía su
afición por las flores, cortaba y preparaba un centro de mesa que
renovaba a diario.
Él era muy puntual,
llegaba siempre a la misma hora.
Ese día corté unas
rosas amarillas, las dejé sobre la mesada, puse el agua a calentar y
sentí suaves pisadas tras de mí.
Me di vuelta y lo vi
parado en el ingreso de la cocina.
Su mirada era
diferente a la que yo conocía y me embelesaba.
Sentí una punzada
en el pecho y su sonrisa sarcástica quedó flotando en mi mente.
Después, todo se
nubló...
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