Foto Víctor H. Cordon, París, setiembre 2014
Nunca pensé que vendría a festejar tu cumpleaños, tan cerca de ti y tan distante.
Una
melodía de un acordeonista en el metro me sopló el dato y así
empecé a buscarte.
Salté
los charcos de esas mojadas veredas parisinas y tus ojos se
cristalizaron en
caleidoscopio
y con un guiño, me empujaron a seguir la búsqueda.
Corrí
una hoja dorada que se desprendió de un árbol, di vuelta la esquina
y tropecé con una pareja que en un abrazo de fuego sellaban su amor.
Volví
a escuchar la canción y corrí a buscarla y, de pronto, me vi
montada en el carrusel, al pie de la torre Eiffel. En caballo brioso
continué mi camino y mis pies se convirtieron en alas y levité
sobre los jardines de Luxemburgo. El ulular de una sirena me puso
nuevamente en tierra. No me amilané, no, continué, continué y
continué, me dejé mojar por la lluvia, me empapé hasta quedar
convertida en un temblequeo arrugado pero me escabullí del mal
tiempo y me abrigué con tu recuerdo.
Encendí
nuevamente el motor de búsqueda; así, crucé bulevares, atravesé
puentes y tu voz ronroneaba en mis oídos y tus ojos me observaban
desde el Sena.
El
último subte me depositó en la puerta de esa casona en la calle
Martel, la abrí con
cuidado
para no asustarte y tu risa franca invadió mi alma.
El
humo de los Gitanes me dictó que estabas ahí, en la estatura de tus
cien años y
debí
saltar la rayuela de ese patio adoquinado, sortear todos los fuegos,
algunos ya apagados y cuando ya te tenía a punto de tocarte con mis
manos, trepaste en una melodía de jazz y te alejaste silbando.
Bajé
al patio interno, observé por última vez el balcón con flores, me
subí al Renault y me alejé rumbo a la autopista del sur mientras
escuchaba en la radio a Louis Armstrong cantar “Un mundo
maravilloso”.
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