Entré al bodegón, pedí una copa de vino y me senté
junto a la ventana.
Mientras esperaba el plato de pastas observé al perro
que saltaba sobre el umbral de la casa de enfrente. Evidentemente
quería entrar pero no tenía respuesta de sus moradores.
Saltaba y saltaba, golpeba el vidrio, intentaba mover el
picaporte pero su esfuerzo era en vano.
Se alejó cabizbajo hacia la parada de ómnibus y allí
se echó con desgano. Sus orejas bajas denotaban tristeza.
La entrada de la vieja casona fue ocupada por un anciano
que apenas podía caminar. Se desparramó en el ingreso mientas el
sol del mediodía lo castigaba con fuerza.
Me llamó la atención verlo tan abrigado ese tórrido
día, como si se hubiera puesto todo el ropero encima. Era estatua
encorvada por el peso de la ropa y de los años, monumento a una
vejez solitaria y abandonada.
El perro volvió sobre sus pasos e inició la danza para
poder ingresar. Esta vez no estaba solo, el viejo había intentado lo
mismo pero sus piernas no lo sostenían.
El umbral, así, se conviertió en el albergue de dos
almas desamparadas.
Descansaban, tomaban impulso, golpeaban la vieja puerta,
descansaban, daban golpes de puño, el hombre, cabezasos, el perro,
descansaban, se paraban, tambaleante, el hombre, temblando, el perro,
golpeaban, gritaba, el hombre, ladraba, el perro, rozaban la puerta
al unísono, y ya sin fuerzas, se tiraban sobre el escalón.
De pronto, cuando parecía que la batalla estaba
perdida, el pórtico dejó ver su espacio interior y ambas criauturas
desaparecieron detrás del mismo.
Yo me quedé tratando de desentrañar si había sido
realidad o un espejismo de dos ánimas en pena.
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