Juliano, sentado frente a la ventana
mira, sus ojos apenas parpadean, observa las siluetas de su barrio,
las horas que pasan, la vida que fluye.
Tres años han pasado desde que
dictaminaron su enfermedad y así, poco a poco, se fue transformando.
Siempre se había destacado por sus
comentarios sarcásticos que despertaban sonrisas en las reuniones.
Era enigmático e inteligente, irónico y punzante.
Vestía con sobriedad y elegancia, su
presencia imponía admiración, en fin, era uno de esos seres que no
pasaban desapercibidos.
Pero un día, el accidente cerebro
vascular torció definitivamente su destino, ya nada volvió a ser
como antes y se convirtió en un ser contemplativo y mudo.
Desde entonces, la ventana fue su
única conexión con el mundo exterior.
Se pasaba el día sentado frente a
ella, y sus ojos profundos eran el objetivo, sus pestañas el
disparador.
Al principio fue cobijado por la
dedicación de su familia pero esta estatua inexpresiva en lo que se
había convertido ahuyentaba amor, expulsaba compañía.
Su aspecto físico también fue
mutando a medida que la enfermedad le sumaba barreras y así, su
rostro se cubrió con una barba desordenada y su cabello caía
enmarañado sobre sus hombros. Con un único atuendo, un pijama
marrón que se empecinaba en usar a diario empezó a semejarse más a
un simio que al hombre que era.
De esta manera lo vieron un día unos
chiquillos que al espiar lo que sucedía detrás de la ventana, lo
observaron sentado.
Le hicieron todo tipo de muecas pero
el hombre-simio no transmitió ningún gesto.
La ventana dejaba fluir así dos
corrientes que se contraponían: curiosidad y algarabía por parte de
los niños, inmutabilidad por parte de Juliano. Afuera, todo
bullicio, adentro inmovilidad total.
Juliano ya se había acostumbrado a
las risotadas burlescas y esperaba expectante el horario de salida
del colegio para tener al menos ese contacto humano; sus cuidadores
lo trataban como un objeto.
Con los primeros calores del verano
finalizaron las clases y la calle perdió el flujo de niños.
El anciano se debía conformar con el
espectáculo de los árboles que rebosaban plenitud y detrás,
escondida entre las copas, la silueta de la vivienda de su hijo,
frente a la suya.
Lo veía salir en el vehículo, y
adivinaba su figura y las de sus nietos, escondidas tras lo vidrios
polarizados.
Un día, lo sorprendió el grito de
los estudiantes. Partirían en excursión y debían tomar el
colectivo en la puerta de la vecina escuela.
Su corazón se sobresaltó tanto
cuando vio aparecer las conocidas cabezas que una lágrima rodó por
sus mejillas.
Desde el otro lado de la ventana
alguien gritó: “el gorila llora” y desde ese momento Juliano
dejó de ser definitivamente humano.
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