Extraña
inauguración
Cuando estuve sola,
con los últimos atisbos de memoria, recordé ese día. Observé la
foto envejecida que guardaba en la mesa de luz, rescatada de la
cámara de mi compañero, a poco tiempo de su retiro laboral. Había
sido una semana que presagiaba muchos acontecimientos pero nunca como
el que me tocó vivir en esa oportunidad.
Jamás regresé a mi
lugar de trabajo, y desde entonces deambulo por la casa, tratando de
ensamblar las piezas sueltas de esa extraña inauguración.
La semana se había
vestido de fiesta, eran la patronales de Mendiolaza.
El pueblo, ahora
ciudad, bullía en eclécticos festejos.
A mí me había
tocado cubrir la inauguración de la Oficina de Correo. Autoridades
y vecinos participaron del acto.
Cuando llegué, me
llamó la atención la cantidad de ancianos que conformaban la
comitiva.
Estaba Etelvina, la
primera empleda de la estafeta en los años sesenta. La acompañaban
sus hermanos, dos viejecitos pequeños que junto a ella conformaban
un simpático trío.
El cura párroco de
ochenta y nueve años dio la bendición y me detengo en su edad
porque el intendente la referenció.
Cuando habló el
prefecto, me pareció verlo más avejentado a pesar de sus cincuenta
años, pero pensé que eran ideas mías.
Así, me entretuve
sacando fotos y cuando el acto culminó, quise regresar a mi auto
pero sentí dificultad para caminar.
Giré la cabeza y vi
a mi compañero convertido en un viejecito, sin dientes, apoyado en
una silla.
Busqué las fotos
en la cámara pero todo apareció matizado con un tinte sepia, los
rostros de los presentes surcados por arrugas y sólo viejos y más
viejos, ningún joven.
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