El
voyerista
Le gustaba espiar, su vida era
justamente eso, vivir de la vida de los demás.
En su búsqueda de vivienda
siempre tenía en cuenta que hubiese una buena ventana al exterior enfrentada a
un mirador en la acera de enfrente.
Esta vez, el elegido fue un
departamento en un edificio bastante derruido en La Boca.
Las canillas goteaban, las
paredes pintaban humedades y el olor a moho penetraba hasta los alvéolos
pulmonares.
No le importó, frente al
ventanal del living un balcón con macetas con flores prometía función.
Al día siguiente de la
mudanza, preparó un café y con el pocillo humeante se asomó a la ventana.
El espectáculo que se le
presentó frente a los ojos, lo dejó pasmado; dejó la taza en la repisa, corrió
a buscar los binoculares y ya no se pudo despegar.
Tras el balcón florido se
divisaba un cuarto dormitorio-taller y en el lugar dos almas palpitando:
delante de la cama austera, de madera sobria, custodiada por un crucifijo, el
pintor daba batalla delante de un caballete con un lienzo; frente a él, la
modelo desnuda, de carnes fláccidas posaba midiendo el tiempo para poder
cambiar de posición.
La cortina flameaba
expectativa, el pintor llamaba a la inspiración, la mujer imaginaba el
transcurrir de las horas y el voyerista llegaba al orgasmo.
Fue el retrato de un día
pleno.