Mártir
y loca
Nunca imaginé que una visita a la dermatóloga
cambiaría tanto mi vida.
La primera lesión que le mostré adujo que era producto
de un importante stress y me sugirió consultar con un psicólogo.
Cuando observó la segunda, adujo que me autoflagelaba.
Me imaginé así, como uno de los mártires de la Edad
Media con el cilicio a cuestas.
La miré con indulgencia, medí las palabras y culminé
dándole las gracias con la receta de corticoides en la mano.
Mientras me dirigía a mi casa, no dejaba de pensar en
ambos apodos: mártir y loca.
Medité mucho y pensé: “quizás tenga un poco de razón”.
Tomé una decisión: no me lastimaría más cada grano que
apareciera y me dije: —yo no quiero ser mártir, es más divertido ser pecadora—.
La segunda calificación la debía estudiar más: “un
poco de locura no nos viene mal”.
Así, puse en venta, en la vecindad, algunas de las
prendas que ya no uso y están como nuevas. La economía circular, como la llaman
ahora.
Siempre me repito: —hay que vivir ligera de equipaje—.
Cuando alguna vecina me contactaba para hacer una
compra, mi locura se encendía y empezaba a actuar.
Así esperaba con paciencia verla pasar con mi ex
camisola, ex blusa yo me ponía a caminar tras ella hablándole bajito, como un
murmullo a mi otro yo.
Trataba de mantener la distancia para que la portadora
no me descubriera.
Con mi ropa apoyada en otro cuerpo, consultaba los
pasos a seguir para resolver mis problemas.
A veces, la prenda se daba vuelta y se sacudía.
—Voy en la
dirección correcta—, me decía.
Otras, se ladeaba para un costado, me indicaba que
debía recalcular.
Me reía a carcajadas mientras veía pasar por la puerta
de mi casa a mi ropa.
¡Qué bueno es estar un poco loca!