viernes, 6 de septiembre de 2024



Interrogantes

 

¿Qué dejan al marcharse los padres?

Un abismo de orfandad, de dolor, de añoranza.

¿Qué dejan cuándo parten a otras latitudes los hijos?

Un hueco, un vacío, un espacio intangible.

¿Qué deja cuándo se extingue nuestra juventud?

Tristeza, remembranzas de viejos amores.

Sentimientos todos que acompañan nuestros sueños,

que recorren nuestra piel.

Y en ese desvarío me provoco extrañeza,

me desconozco, tantas veces.

Me despierto

y me encuentro aherrojada en un mundo que no elegí,

vulnerable, extraña.

Busco integrarme, pertenecer,

dejar la isla que bloquea mis sentimientos.

Busco salvarme y ahogar mi soledad.

La noche me trae visiones de un mundo utópico

y en mi duermevela modifico mi realidad,

la moldeo a medida de mis ilusiones.

Campanadas de certidumbre

repican cantos de esperanza.

Miro tras la ventana y observo el porvenir,

pájaro que aletea sueños y trina despertares.


 

 


Elegía

 

La espada que fue espada

tiñó de muerte la noche

sembró soledad, ausencias,

arrebató el beso

que la luna entre copas de árboles espiaba.

La espada que fue espada

dejó tanta vida cercenada.

Sábana de mármol cubrió tumbas

mientras la tierra lloraba.

 




martes, 30 de julio de 2024



Riña de gallos

Caprichoso y pendenciero, así era Estanislao. Se le metía una idea en la cabeza y no paraba hasta ponerla en práctica.
Deolinda ya se lo había recriminado, — no son prácticas legales, — le había dicho, pero él insistía en su idea.
Es que Raimundo se había burlado de él en muchas oportunidades y en el pueblo hacía alarde de tener el mejor gallo de riña de la localidad. Siempre lo dejaba maltrecho al Pinto, gallo de Estanislao y Raimundo lo gastaba a su compadre refiriéndose a las palizas que le había dado el Cresta. Estanislao tragaba saliva y se juraba mostrar a todos quién era su Pinto, gallo peleador, si lo había y temerario.
El alcalde había prohibido las riñas, pero allá en el fondo, en los confines de la localidad Anselmo había armado una arena detrás del galpón y había disimulado el lugar con un perímetro de alambre cubierto por una media sombra bien gruesa.
El alcalde lo sabía, cómo no, si todos los parroquianos lo proclamaban a plena voz y se vestían de fiesta el día de la contienda, pero en el fondo el prefecto los dejaba hacer, si hasta su padre había tenido un gallo campeón.
La próxima riña tendría un tinte especial, Estanislao había jurado que su Pinto mataría a Cresta y sería coronado el mejor.
Muchos le creyeron y apostaron más de lo que habían hecho en otras oportunidades.
— Si vamos a jugar sucio, — le dijo Estanislao a su mujer, — lo haremos con propiedad.
Deolinda no entendió el mensaje, pero su corazón le dictó que algo negro se avecinaba.
Le pidió calma a Estanislao, pero en la forma cómo lo vio beber, sus ojos inyectados en sangre y la baba que le corría por el costado de su boca, supo que la tormenta estaba muy cerca.
A ella no le gustaba asistir a esos espectáculos, le parecían grotescos; además no era bien visto por los parroquianos la presencia de mujeres, pero al observar tan fuera de sí a su marido, decidió acompañarlo.
Se dirigió al dormitorio para vestirse y cuando salió se encontró con que éste, ya había partido.
Le llamó la atención un cajón del mueble de la cocina a medio cerrar, lo abrió y observó que faltaba el cuchillo de filetear carne, tan, tan, su corazón dictó alarma.
Rápidamente salió y casi al trote se dirigió donde Anselmo, a su lado pasaban los paisanos, a caballo unos, en bicicleta otros, caminando y riendo unos cuantos.
Mientras acortaba distancia, sintió la sirena de la policía cada vez más cerca, cada vez más estridente. Tan, tan, volvió a golpear su corazón.
En eso, una ambulancia pasó levantando una polvareda, tan, tan, tan, tan.
Cuando llegó, se hizo paso entre la muchedumbre, atravesó como pudo el galpón y el cuadro que se presentó ante sus ojos, fue apabullante, ahí, tirado sobre la arena estaba Estanislao bañado en sangre; a su lado yacía el Pinto, también muerto con la cuchilla atada a sus patas. Los gritos de Deolinda invadieron el lugar, después se le nubló la vista y perdió el conocimiento.
Se despertó en el hospital de pueblo. Allí, Ramona, su vecina le contó lo que se rumoreaba, que Estanislao había concurrido a la riña dispuesto a darle muerte al Cresta, para ello le había atado la cuchilla a las patas del Pinto y en un descuido el animal se movió inquieto y le abrió el abdomen con la cuchilla.
Tan, tan, tan, volvió a percutir el corazón de la Deolinda y se volvió a desmayar. 
 

viernes, 21 de junio de 2024



Una noche en la biblioteca

 

Ana trabajaba en una biblioteca. Sus jornadas transcurrían entre libros que leía con fruición.

No obstante, una idea la perseguía: qué ocurría en el lugar de noche.

Quiso averiguarlo y ese día decidió aguardar escondida tras los anaqueles abarrotados de libros.

Vio con horror cómo empleados de maestranza traían viejos volúmenes del sótano del edificio y los tiraban en contenedores colocados en la acera.

Agudizó el oído y sintió llorar a Julieta mientras agonizaba Romeo.

Los poetas corrían tras los estantes y Calderón apelaba a despertarse y responder. —No es cierto que la vida es sueño—, gritaba, —estaba equivocado, despertaos—.

Goethe furibundo insultaba en alemán mientras Rainer María Rilke esparcía rosas.

Ana quiso detener ese “librocidio” pero el Rey Arturo la tomó de la cintura y la llevó al piso superior.

Gulliver trajo un ejército de liliputienses armados con piedras para defender el sótano.

Ana, se liberó de la vigilancia del Rey, escapó sin ser vista por los verdugos, corrió a su departamento, buscó valijas y bolsos y regresó al local para recuperar el tesoro perdido.

Desde entonces, vaga feliz entre libros que la acompañan y le regalan el placer de la lectura mientras en un rincón de su dormitorio, sobre la cómoda, Aureliano Buendía la mira fijo, intentando recordarla.

 

miércoles, 22 de mayo de 2024




Carné de conducir 

       Se levantó, se miró en el espejo y se dijo: —¡hoy es mi día de suerte!
       Desayunó y partió hacia la Municipalidad pues tenía turno para sacar el carné de conducir.
       Frente a la Casona Municipal, había un lugar para estacionar: —es mi día de suerte —, se repitió.
       La entrevista con el psicólogo fue estupenda, una hora con test, interpretación de estos y corrientes psicológicas en boga.
        Cuando se retiró, vio un papel raro en el parabrisas de su auto.
        Había estacionado en contramano, lo que le valió pagar una abultada multa.
        A continuación, y ya habiendo desechado la idea de la buena suerte, ingresó al dispensario para la entrevista con el clínico.
        Se encontró con un panorama dantesco: personas que parecían zombis, recostadas en los sillones, se quejaban y apenas se podían movilizar.
          Algunas no podían abrir los ojos y los tenían hinchados.
          Un adolescente, se vomitó todo, parecía que quería sacar de dentro su propio yo.
           Fue tan grande el esfuerzo que su cara quedó tapizada de manchas rojas.
        El médico salió del consultorio e informó que atendería de manera alternada a los aspirantes al carné de conducir y a los enfermos de dengue.
         Elvira comprendió quiénes eran esos zombis y la visión de mosquitos que volaban en el lugar le despertó temor.
        Comenzó a caminar y abanicarse con los formularios que tenía en la mano. Creía que de esa manera podría evitar una picadura.
          De pronto, el desmayo de una persona la puso en alerta, a su vez, observó cómo canalizaban a otra que estaba totalmente deshidratada.
             Cuando el médico la llamó, apenas tuvo fuerzas para ingresar al consultorio.
           La entrevista fue breve y acto seguido en la oficina de Seguridad Ciudadana le entregaron el apetecido carné.
Cuando, aliviada, se dirigió a su vehículo vio con horror una nube de mosquitos negros con rayitas blancas que lo sobrevolaba.
Comprendió que en minutos se sumaría al ejército de zombis.
 

 

miércoles, 24 de abril de 2024



Inundación 

Miró por encima de su hombro y vio el torbellino de nubes, la visión la sobrecogió.

Se ató los cordones de las zapatillas para no perderlas y empezó a correr.

Unos pocos kilómetros la separaban de su rancho, enclavado a orillas del río; el camino escarpado hacía más difícil el trayecto. Cuando tropezó con las raíces de un árbol añoso, pensó que no podría volver a ponerse de pie, pero el estruendo que provocó la caída de un rayo, la obligó a erguirse y reiniciar la loca carrera.

A lo lejos, detrás de la densa cortina de agua, visualizó su vivienda.

Llegó jadeando y con el agua a sus tobillos. Entró, se trepó a la banqueta desvencijada, buscó con nerviosismo entre los libros, los manuscritos que había logrado reunir tras pacientes años de escritura. Al lado, en un pequeño cofre, guardaba los ahorros conjugados con la paga de su oficio de lavandera y el ruido de sus tripas cuando les mezquinaba comida.

Los tomó a ambos y cuando trataba de resguardarlos, el torrente tiró abajo la puerta, inundó la casucha y la lanzó al agua.

Se dejó arrastrar y sólo atinó a levantar los brazos para salvar sus tesoros.

Dos horas después, los rescatistas la encontraron enganchada en el tronco de un viejo algarrobo caído al barranco.

Uno de ellos se acercó, tomó entre sus manos el montoncito de hojas y el cofrecito. Su compañero quiso colocarle el arnés para izarla y en el momento que le ajustaba el cinturón, la sintió expirar. La miró con zozobra y le sorprendió ver la sonrisa en su rostro. Había triunfado, su obra estaba a salvo.

 

 

martes, 2 de abril de 2024

Homenaje a los caídos en Malvinas

 



Silla plegable

Se arrastró con una silla plegable bajo su brazo, se detuvo frente a la tumba que ahora tenía una identificación, desplegó el asiento y se sentó.

Doblada por el tiempo recuperaba la razón de vivir. Ahora sabía que debajo de esa sábana de mármol, dormía su hijo.

Le habló con voz queda, le dijo cuánto lo amaba, lo sintió cerca, lloró, rezó un responso, se persignó, se paró con dificultad, dobló la silla y partió con la convicción que ninguno de los dos olvidaría esa visita.

viernes, 22 de marzo de 2024

Texto publicado en la Revista El Narratorio N° 97



El calcetín rojo

 

Se pasó una hora buscando el calcetín rojo pero no aparecía por ningún lado.
     Facundo no se explicaba cómo había sucedido pues los habia dejado juntos sobre las nuevas zapatillas que había comprado para la ocasión.
        Buscó en el armario, en la mesa de luz, entre las sábanas...misterio.
      A medida que el tiempo transcurría se empezó a desesperar. El colectivo partiría a las veintitrés horas en punto desde la puerta del colegio y ya eran las veintidós y treinta pasadas.
     Este sería el último año de la escuela media y, como se estila ahora, habían organizado pasar la noche previa al último primer día de clase en una confitería bailable. Para asistir, contrataron un ómnibus que los llevaría a una discoteca de Carlos Paz, y de regreso, los dejaría en la acera de la escuela, a la ocho, hora de ingreso.
    Como ésta era una institución muy severa y los había obligado durante el transcurso de toda la carrera a utilizar un uniforme formal, buzo y remera verde oscuro, zapatillas y medias negras, habían decidido apersonarse ese primer día de clase con remeras rojas, jeans, zapatillas blancas y zoquetes rojos.
      La sola planificación de la previa y el atuendo los había puesto eufóricos. De ahí la desesperación de Facundo quien no encontraba su calcetín.
      El reloj marcó la hora y el joven comprendió que se quedaría sin fiesta.
      Se tiró sobre la cama desconsolado y entre rabietas y lágrimas se durmió.
     A la mañana siguiente, su madre, quien suspiró aliviada cuando lo vio en la habitación, lo despertó con la terrible noticia: sus compañeros se habían presentado al colegio bastante subiditos de tragos y vestidos ridículamente por lo que la Dirección había decidido aplicarles una importante sanción disciplinaria, que podría llegar hasta la expulsión.
      Facundo no podía creer lo que ella le relataba, se levantó con manos y pies sudados por los nervios y se dirigió a la cocina a buscar un vaso de agua pues tenía la boca seca y le costaba respirar.
      Al pasar por la cucha del perro, le llamó la atenión algo que asomaba bajo sus patas peludas.
     Se acercó, las levantó y ahí estaba su calcetín rojo. Cómo lo iba a reprender si lo había salvado del castigo.
 

sábado, 16 de marzo de 2024

Araña tigre, de la foto nace la idea de semejanzas


Semejanzas

 

Te vi, araña, imponente, segura, atrevida, desafiante, coqueteando con el macho que atento te presume.

 Te vi agarrada a entretejido con perlas perfumadas de llovizna, te volví a mirar y a continuación, mis ojos se dirigieron a mi cuaderno, papel salpicado de palabras, regado de sentimientos que se entrelazan, que pintan retazos de vida.                                    

Nació así la idea de que no somos distintas, ambas tejedoras, vos de un hábitat, yo de una radiografía de mi vida.Los filamentos que te sostienen son finos, pero tienen la fortaleza de soportar tu peso, mientras que los garabatos de mis letras patinan en el laberinto de mis inseguridades.

Te vi fuerte, araña, sólida, al acecho y me vi pequeña, enredada en mis miedos, tejiendo pequeños nichos de palabras donde encontrar protección.


 

martes, 27 de febrero de 2024



Simplemente carnaval

 

Con atuendos de colores

se vistió el carnaval,

una máscara ocultaba

su rostro al pasar.

Fuertes sones de matracas

acompañaban la marcha,

contorneo de caderas

y alegría exultante.

Papel picado y espuma

caía sobre las comparsas

que con risas respondían

ante tanta alharaca.

Carnaval de mil colores,

 de alborozo desbordante,

de cánticos al compás de bullicio,

 de contorsiones y saltos.

Carnaval carnavalesco

que oculta quizás un dejo

de tristeza y pesimismo

y pone un instante feliz

a la pobreza, al hambre,

embriaga el alma unos días,

al año, pocos, no más.

 


 

Premio literario

 



 

viernes, 23 de febrero de 2024







Tintineo al amanecer

 

               


Hoy me visitaron, no me quedan dudas, hasta tuvieron la desfachatez de despertarme, pero no importa, me hicieron feliz.

               A las seis de la mañana un tintineo agudo me despertó. —Estoy soñando—, me dije, pero a los pocos segundos, el mismo se repitió. Me tapé hasta la cabeza y esperé.

              Al rato sentí que Víctor se levantaba, golpeaba puertas y ventanas y a alguien le hablaba.

            Asustada le pregunté qué pasaba y me comentó que un pichoncito de colibrí estaba acurrucado en el escritorio y lo sacó, al abrir la ventana.

          Empezó así a girar sobre mi cabeza situaciones que escapaban a toda lógica.

      Días atrás elaboré un boletín para el barrio y en una nota incluí la historia de los colibrís y fotografiamos un nido que había en el patio de un vecino. Costó tomar la fotografía pues el pequeño nido estaba en la mata de un jazmín amarillo muy espeso.

        Cuando Víctor reveló la toma, se dio con que dentro del nido había dos huevitos. Inmediatamente compartió el hallazgo con el dueño, quien a la noche me habló ofuscado preguntándome qué había hecho con los huevitos pues habían desaparecido.

 Respondí con enojo y ofendida pues nunca se me hubiera ocurrido tocarlos.

Pasó un mes durante el cual Víctor no volvió a tocar la cámara y una semana atrás cuando quiso tomar una foto, el diafragma no se podía abrir, parecía trabado con algo. Insistió, pero no hubo manera, algo lo apretaba con fuerza.

La presencia del pichón en el escritorio que es el lugar donde se guardan las cámaras me produjo extrañeza, más aún cuando mantenemos la casa herméticamente cerrada por temor al contagio de dengue. Le solicité a Víctor que probara la cámara y ésta respondió perfectamente, nos miramos con curiosidad.

Otro hecho extraño es que el pequeño colibrí hizo sonar la campanita que cuelga junto al retrato de mis padres muertos, danzó delante de ellos y voló a la libertad.

A partir de entonces muchos interrogantes dan vuelta en mi cabeza, pero mi corazón me dicta que ellos me visitaron a través de esta ave que real o imaginaria, nacida en su nido o en la lente de la cámara, llenó de sonidos la madrugada. 

miércoles, 24 de enero de 2024

 



Noche de lujuria

 

Me prometió no separarse ni un minuto y yo temblé de solo pensar en tanto apasionamiento. —Será una noche inolvidable—, pensé.

Ingresamos al dormitorio, me puse un camisón ligero para facilitarle su accionar, nos acostamos y comenzó la danza de abrazos.

Yo lo sentía suspirar y me tensaba pensando en la fuerza de su posesión.

Al principio sentí entusiasmo, un acaloramiento invadía mi cuerpo, mi extremidad se estiraba como queriendo atrapar el momento, pero en la medida que el cansancio se apoderaba de mí, empecé a percibir cada apareamiento como un hostigamiento, cada exhalación suya, un sofoco.

La mañana me encontró exhausta, angustiada y con el agobio de saber que no me lo podía, aún, sacar de encima.

Me vestí, observé mi rostro demacrado en el espejo, tomé con mis manos temblorosas la llave del auto, subí con él aferrado a mi brazo y partí. Socarronamente, me seguía susurrando al oído. No tenía límites, no había final.

Llegué al establecimiento y cuando escuché mi nombre, una luz de esperanza abrigó mi corazón.

—Quítese la ropa—, me indicó la cardióloga y empezó a desenchufar los cables del grabador; a continuación, me quitó el brazalete que había tomado mi presión durante veinticuatro horas.