Por fin visitaría la tumba de su hijo. Treinta y siete años de espera, treinta y siete años de desconsuelo. Treinta y siete...
Raquel despidió a su hijo quien con dieciocho años
recién cumplidos partía a una guerra pergeñada por una Junta
Militar que veía con zozobra cómo la dictadura a la que habían
sometido al pueblo se les devanecía y este era el último haz que se
habían guardado para recuperar el poder.
En su alienación megalónoma estaban seguros de que le
ganarían a Inglaterra. Enviaron así, un montón de jóvenes
inexpertos contra uno de los ejércitos mejores dotados de la tierra.
Y ahí quedaron, más de seiscientos víctimas entre
conscriptos y oficiales, sepultados en la turba. Y entre ellos estaba
Jerónimo, hijo de Raquel quien al despedirse de su madre le dijo:
“no temas, voy a volver”. Ella le dio una botella con agua
bendita que había traído de la Gruta de Lourdes, Jerónimo la
guardó en su mochila, le dio un beso en la frente y partió.
Le bastaron dos combates para caer abatido.
Después del primero y ante la poca comunicación que
había con el territorio pues las cartas pasaban por muchas manos y
se perdían en el camino, Jerónimo escribió una larga misiva
contando en detalles las penurias vividas hasta el momento, roció
con agua bendita su raído uniforme y su catre de campaña, secó la
botella y metió adentro el mensaje, lo hacía por ese medio como una
premonición de que no volvería a verlos pero sí la carta llegaría
a sus manos. Y ahí quedó la botella flotando en la gélidas aguas
del Atlántico.
Treinta y siete años después, Jerónimo fue
identificado junto a ciento once camaradas.
Raquel puso en un bolso unas pocas pertenencias,
descolgó el retrato de su hijo que pendía sobre la cama y partió
hacia las Malvinas.
Cuando llegó al cementerio su emoción se desbordó y
cayó desvanecida sobre la tumba. Al volver en sí, una sorpresa
mayor le esperaba: un habitante de la isla había encontrado una
botella a la orilla del puerto y en su interior había un mensaje.
Cuando lo abrió se topó con la carta que Jerónimo le
había escrito a su familia.
Jhon, un malvinense que encontró la botella, hacía
tres años que buscaba entre los archivos y papeles que habían
quedado de la guerra datos sobre el remitente y el destinatario del
mensaje y cuando los medios dieron cuenta de la identificación de
los soldados caídos, el nombre de Jerónimo percutió en su mente.
Intentó comunicarse con la familia pero no tenía muchos elementos
para hacerlo. Esperó así la convocatoria para homenajear a los
caídos y ahí estuvo, junto al sepulcro de Jerónimo cuando se
desvaneció Raquel.
Ahora, ella no sólo podía visitar el lugar que
albergaba sus restos, la vida le daba la oportunidad de compartir sus
vivencias a través de una carta resguardada tanto tiempo en una
botella de vidrio que había contenido agua bendita.
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